Venga, pues, la temporada de fútbol (soccer) de los niños ha terminado. Y la última semana, los entrenadores, unos muchachotes jóvenes y simpáticos que aún no han terminado la escuela secundaria (High School), nos envían unos correos electrónicos a los padres abnegados, anunciándonos una jamboree, o un campeonato de fútbol entre los diferentes equipos de la localidad.
El día y la hora señalados, los padres nos levantamos temprano un sábado (como cualquier otro sábado), para acompañar a nuestros hijos a su campeonato. Yo acarreo mi silla plegable, y mi hijo, vestido de futbolista, acarrea su botella de agua, y su caja de galletas preferidas, lista para compartir con sus compañeros en las penas y alegrías futbolísticas.
Mi asombro es bárbaro (aunque a estas alturas, ya nada debería intimidarme, de los americanos), puesto que la mayoría de gente viene preparada para pasar el día contemplando los pinitos de su hijo en materia futbolera. Muchos de los padres traen unas carpas plegables, que extienden en el perímetro del césped. Debajo de éstas, ponen sillas plegables, mesas plegables, y comida variada para los pequeñuelos. Algunos de los padres han traído unas sillas en batería (también plegables, cómo no), llegando a formar una fila de seis sillas, que ocupan y desocupan los pequeños en un abrir y cerrar de ojos.
El día es bonito, el campeonato bien organizado, y la moral está arriba, con lo cual, los aspirantes a futbolistas profesionales van en busca de la preciada pelota, mientras los padres los observamos, los inmortalizamos con nuestros teléfonos, y los aplaudimos cuando, por esas casualidades de la vida, un gol se cuela en la portería.
Padres, madres, hermanos, abuelos y perros, divagan por las tiendas express, saludan con una amplia sonrisa a los vecinos, conversan con algunos padres. Un padre pinta con esprai los cabellos de un equipo de fútbol femenino que también participa en la competición, mientras una madre les pinta las mejillas, con los mismos colores. Alguien trae un transistor más viejo que mi menda, de donde sale, a tropezones, música muy muy country.
Las horas se cuelan, perezosas. Son las dos de la tarde y mi pequeño, cansado y satisfecho, debajo de la carpa de su equipo, me comenta que este Dunkin donut que come, es el mejor del mundo.
Good job, team!
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