Una tarde cualquiera, alguien llama a la puerta de casa. Voy a abrir y me aparece un muchacho muy joven, vestido de Indiana Jones, pero sin sombrero y con el pelo recogido en una larga cola. Educadamente, empieza a hablarme de las abejas.
Para ponernos en antecedentes, yo tengo diversas relaciones con estos pequeños animales, tanto literarias, como audiovisuales, como físicas.
A nivel literario, siendo yo muy pequeña, leí una novela titulada "el enjambre", donde millares de abejas asesinas mataban gran parte de la población humana. Me reconcilié con ellas hace poco más de dos años, al leer "The secret life of bees", donde una fantástica Sue Monk Kidd hablaba del racismo a través de unas extraordinarias cuidadores de abejas.
A nivel audiovisual, "la abeja Maya" colmó mis ansias de saber sobre el mundo animal, y la pequeña y traviesa abeja hizo que pasase momentos entrañables.
A nivel personal, unas abejas picaron a mi hijo mayor en la mejilla años atrás, y mi odio hacia estos animales hizo que olvidase momentáneamente mis recuerdos infantiles.
Pero ahora, en mi presente, un chico no mucho mayor que mis hijos, estaba en la puerta de mi casa, en Massachusetts, contándome que las abejas están en peligro de extinción, y que debemos hacer todo lo posible para salvarlas, y así, salvarnos a nosotros, los humanos egoistas y avariciosos que no sabemos cuidar a nuestro planeta. Mis hijos escucharon con ávidez a ese aprendiz de Indiana Jones, y yo, amablemente, le comenté que haría todo lo que estuviera en mis manos para salvar a tan preciado animal. Al cerrar la puerta, mis hijos se abalanzaron sobre mi.
"¡Mamá, tenemos que salvarlas, pobrecitas, o también nosotros moriremos!"
Después de prometer a mis vástagos mi entrega total a la causa, salimos a la calle y nos dirigimos hacia nuestro coche. A mitad de camino, oigo un grito de uno de mis churumbeles, y veo cómo el otro empieza a correr, mientras me grita que abra el coche enseguida.
"¿Pero qué pasa?" Pregunto yo.
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