En septiembre, en un pequeño pueblo de Massachusetts, fuimos a la Oktoberfest, invitados por una amiga argentina de raíces judías. Si. Repito. En septiembre (no en octubre), en un pequeño pueblo de Massachusetts (un pueblo de un estado americano de los Estados Unidos) fuimos a la Oktoberfest (una fiesta tradicional alemana que traducida debe ser la fiesta del otoño), invitados por una amiga argentina de raíces judías (o sea, que en su DNA no aparece la raza germana ni por casualidad).
Nadie hablaba alemán, o al menos nadie que yo escuchara lo hablaba. Pero la cerveza en grandes vasos y las kartoffen en grandes platos pululaban en las manos de casi todos los allí presentes. Muchas de las mujeres, mi menda incluída, se hizo unas trenzas y se compró una diadema de flores artificiales. Y así, ni cortos ni perezosos, un montón de americanos y demás orígenes (muy pocos de los cúales parecían eslavos), nos reunimos en un acampado para celebrar una fiesta de la que no conocíamos los orígenes. Pero que aún así se celebra cada año, y cada año es un éxito de asistencia. ¿El motivo? Varios, supongo:
- Capacidad asociativa de los seres humanos;
- Grandes cantidades de cerveza;
- Grandes cantidades de comida;
- Buen tiempo (oséase, en Massachusetts, temperaturas celsius no negativas)
- Despedida del verano;
- Predisposición a pasarlo bien;
Y si, nos reunimos con amigos, reímos, hablamos, comimos, nos lo pasamos muy bien. En mi Oktoberfest no alemana en Massachusetts.
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