Patriots Day.
Decidimos que una buena idea sería pasear por Cambridge, visitar algún museo, y comer en una de las múltiples posibilidades que te da esta localidad repleta de estudiantes y profesores, que comunica con Boston a través de puentes que cruzan el río Charles. Después de una opípara comida con tintes asiáticos, el padre de mis churumbeles y yo decidimos, en contra de la voluntad de nuestros hijos, que sería bueno cruzar el río contando Smoots y sumergirnos en el bullicio de la maratón. Así lo hicimos. Llegamos cerca de la meta, como parte de una marea humana que quería contemplar a los valientes atletas que aún corrían para llegar a su destino. Horas antes, los ganadores ya se habían erigido en su trono particular, los premios ya se habían entregado. Pero cuatro, cinco, seis horas después del comienzo de la maratón, muchos corredores aún continuaban sin haber podido llegar a su meta. Y los transeúntes, observadores privilegiados de tanto esfuerzo, les gritaban con ahínco, animándoles y alabándoles.
Me quedé pasmada ante tanto regocijo. Miles y miles de personas se apretujaban en contra de las vallas, para saludar, animar, seguir, gritar a unos corredores que, agotados, sólo deseaban llegar a su punto final. Algunos de los audaces saludaban, otros arrastraban los pies, otros caminaban. Y los espectadores les gritábamos
¡Ánimo!
¡Dos cruces y ya es vuestro!
¡Bravo!
Si.
Bravo bravísimo. Por el jolgorio, la buena fe, la alegría que despertaba aquel ambiente que cubre las calles de Boston una vez al año, y que no deja nunca de sorprenderme. Seis horas después del inicio, algunos corredores aún no habían terminado su hazaña particular. Y la gente, a montones, continuaba alentándolos.
¡Os quedan pocos metros!
¡Ya es vuestro!
¡Bien hecho!
Si.
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