En mi pueblo natal, mi sistema de conducción era el normal, vamos. Que si acelerar, que si apretar el freno hasta el fondo, que si ser una conductora agresiva y que nadie te quite el puesto ni ose adelantarte, que si gritar improperios y dar bocinazos a troche y moche. Diez minutos de conducción y un azote de adrenalina que me permitía seguir con mi malhumor durante el resto del día.
Al llegar a Massachusetts, y saberme con la obligación de la conducción, me puse a actuar como conductora de mi pueblo natal. Craso error, no el primero de los muchos en mi haber, dicho sea de paso. Mi conducción apresurada, de movimientos bruscos y palabras vociferantes distaban mucho del tipo de conducción de Massachusetts, donde los conductores ceden el paso a los transeúntes siempre, si, SIEMPRE, aunque éstos no crucen la calle pisando un ceda el paso. Los conductores, mis compañeros matinales, de mediodía y de tarde, permiten que entren conductores a la fila que generamos pacientemente para trasladarnos desde casa hasta nuestros puestos de trabajo; permiten que otros conductores crucen delante nuestro, aunque la preferencia sea del primero; saludan a los transeúntes que dejan pasar, y éstos les devuelven el saludo; saludan al coche que les ha permitido el paso, alzando la mano o haciendo luces; no esgrimen la bocina como primera herramienta de queja; se paran en las señales de STOP dos veces, DOS, la primera al lado de la señal y la segunda justo en el cruce; se paran delante de la señal naranja del semáforo; no emiten aspavientos si el coche de delante deja pasar a otro conductor; no lanzan improperios cuando los otros coches se paran ceremoniosamente delante de una persona.
Si, no dejo de sorprenderme de la cultura civilizada americana de la conducción. Y aunque me cuesta barbaridades asemejarme a mis vecinos, debo decir que cada día mi mente se va asimilando a la mente del conductor americano. Y sonrío cuando la chica a la que dejo pasar me saluda agradeciéndome mi gesto de parar el coche; dejo pasar a otros conductores que circulan en sentido contrario y cruzan delante mío hacia mi derecha; me paro delante del semáforo naranja; no utilizo la bocina. Lo que aún no he conseguido erradicar son los improperios que lanzo a otros conductores, de vez en cuando, cuando mis raíces inundan mis neuronas de sopetón. Pero si mis niños vienen están sentados en los asientos traseros, la voz de mi conciencia convertida en el sonido de las palabras de mis hijos, me devuelve a la realidad bostoniana y lanzo un perdón esquivo para volver a civilizarme. Nunca pensé que fuera a convertirme... en dulce conductora.
Si contase mi cambio radical a cualquier doctor de mi pueblo, probablemente él me miraría con los ojos fuera de las órbitas, sin dar crédito a lo que le cuento, y al final de la sesión, yo le preguntaría:
Doctor, ¿es grave?
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