El día anterior a descubrir Bryce, el segundo de los Mighty five,
el segundo de Utah, caminamos varias horas por la ruta de los Narrows en Zion.
Nos cansamos y llegamos tarde al hotel, comimos poca cosa y nos dormimos
enseguida. A la mañana siguiente, nos levantamos a las seis para empezar la
ruta por nuestro segundo parque nacional. Yo estaba cansada, mis niveles
deportivos habían subido ligeramente desde Zion, pero no quería otra larga
caminata por otra larga ruta. Ensimismada en mis pensamientos, llegamos al
parking de Bryce y nos dirigimos a un punto muy cerca para contemplarlo.
Yo no tenía demasiadas expectativas sobre Bryce, era un parque
desconocido y no muy popular (por lo menos a lo que a mi se refiere), pero me
acerqué a contemplarlo por primera vez. Al verlo, me quedé muda. Mis ojos se
abrieron de forma desorbitada y mi boquita de alelí consiguió proferir un
"¡Oh!" descomunal, que escuché largamente para mis adentros.
Mi parque nacional de la costa oeste favorito.
Espectacular. Espléndido. De otro mundo. No tengo suficientes
adjetivos para describir la belleza que entró por mis ojos ese día. Nunca había
visto un paisaje tan diferente, parecía de otro mundo. Si me hubiesen dicho que
estábamos en otro planeta lo hubiera creído a ciegas.
El movimiento de la orografía había conseguido, durante miles de
años, lentamente pero sin descanso, producir unas montañas de piedra que
nombraron Hoodoos y que no puedo describir. Los colores y las formas dan una sensación de castillo de arena que un niño puede construir en una playa de arenas suaves, donde los montículos se van formando a capricho de alguien puro y sin malicia, para realizar una obra de belleza inigualable. Eso es lo que yo sentí al primer vistazo de Bryce Canyon.
Enseguida empecé a bajar por sus pasos estrechos, para regocijarme caminando entre la belleza que la naturaleza es capaz de crear por sí misma, tocando débilmente las piedras que lo conforman, para saberlas blandas pero fuertes a la vez. El tumulto de gente no me molestó tanto como en otras ocasiones, puesto que yo vivía en mi mundo de descubrimiento de naturaleza en todo su esplendor, en forma de montículos dispuestos al capricho de los dioses viento y movimientos de tierra.
Los colores iban del rojo al amarillo, pasando por todas sus variantes.
Disfruté como una cosaca y me cansé mucho menos de lo previsto.
A la mañana siguiente, fuimos a observar la salida del sol en Bryce. Había también muchos turistas como nosotros, con sus cámaras y sus trípodes, intentando captar la belleza del acto de bienvenida de la mañana. Todos estábamos en silencio, no queríamos que el astro sol se distrajera de su rumbo y empezase a lanzar rayos por doquier no uniformes. El ojo humano gozó de una visión única, en un paraje extraordinario. El ojo fotográfico no consiguió captar toda la belleza, pero las fotos aún así son bastante resultonas.
Dato útil:
los hoteles cerca de Bryce son muy caros, al ser muy pocos. Tienen supermercados con comida mala que vale el triple de lo que pagarías por ella en Target. Vale la pena proveer antes de llegar a este espléndido parque nacional.
Dato curioso:
Ya no es París, ni Roma, ni Nueva York. Es Tokyo. Las europeas, las americanas, las africanas y las oceánicas íbamos vestidas para ir a la montaña, oséase, con gorro, camiseta, pantalones cortos, calcetines gruesos y botas de caminar. Todas más o menos de esta guisa. Pero las japonesas, esto ya era otro cantar. Iban muchas divinas de la muerte (y arriesgaban su vida para la foto que las podría encumbrar en las redes sociales). Dos de ellas captaron mi atención. La primera iba con un vestido blanco y cuello brodado de perlas, bolso de mano a conjunto y unas crocs para caminar cómodamente por la montaña. Aunque las crocs eran rosas no acababan de encajar con un vestuario totalmente urbano. Otra japonesa captó mi atención empezando por abajo. En un montículo que acababa en precipicio, veo a una mujer con tacones altísimos y un vestido de transparencias de color verde, indicando algo en lo que yo suponía era japonés a unos chicos que le tiraban fotos. Mi primera intención era apartarla de dónde estaba, puesto que un poco de viento fuerte o alguien despistado de los centenares que circulaban por allí, podían generar un fatal desenlace, pero me abstuve aunque no por ganas. Divinas de la muerte, desafiando a la muerte por una foto en Instagram.
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