Otra cosa que no me gusta es el excursionismo. Pero sé que es bueno para la salud física y mental de mis churumbeles, con lo cual cedo a las demandas de mi marido y vamos a caminar a alguna montaña cerca de casa (entiéndase a unas dos horas de casa).
Este fin de semana pusimos rumbo a Monadnock, una montaña básicamente de rocas y piedras que debías escalar hasta la cima, que era más pelada que el culo de un elefante.
Lo pasé fatal. Sinceramente. Nos pusimos a caminar sorteando piedras hasta que cerca de la cima sólo quedaban piedras, con lo cual era difícil eludirlas a no ser que volaras. Y no es el caso. Además, había cantidad de gente que tuvo la misma idea que nosotros, a lo que mi torpeza en no caer también se complicaba un poco más al dejar pasar a todos los caminantes que circulaban a una velocidad superior a la mía, cosa no muy difícil de conseguir.
Los últimos metros (a mi me parecieron quilómetros), fueron una agonía constante por llegar a la cima escalando rocas y tratando de que el viento no me pegara mi propia cabellera en la cara. Ya en la cima, mi hijo mayor encontró un lugar sosegado donde descansamos dos minutos antes de empezar el descenso. Aquí mi desespero fue en aumento. Las rocas me parecían peligrosas e insorteables, y mis bajadas esperpénticas acabaron con mis pantalones de excursionismo en media hora (entiéndase que los rompí al arrastrar mi trasero cuando una piedra tenía una pendiente demasiado arriesgada para mi, o sea no plana). Al llegar otra vez abajo, casi lloro de emoción por no haberme roto ningún hueso, músculo o articulación.
A todo esto... ¿y mis hijos? Al principio de la excursión me preocupaba más por ellos que por mi integridad física, pero al cabo de un rato de subida empecé a comprobar un extraño comportamiento: mis hijos trepaban, escalaban las rocas con alegría, sin una pizca de miedo y con una facilidad extrema. Cuando yo me paraba para descansar, los observaba boquiabierta mientras ellos trepaban por las rocas con una agilidad impresionante y volvían hasta donde yo me encontraba para acompañarme en mi camino difícil y angosto. Hasta mi próxima parada, donde volvía a suceder más de lo mismo. No se cansaban. No parecían preocupados. Incluso puedo asegurar que se lo pasaban en grande.
Aquí es donde empecé a preguntarme si no eran descendientes de Tarzán. ¿Qué hizo que pensara tal idea estrambótica? Vamos a ver, mis hijos son requeteguapos, su cuero cabelludo es abundante, pueden comunicarse con los animales, les cuesta cantidad entender mis órdenes en casa y trepan por las rocas como si la madre naturaleza les hubiera enseñado ya desde la tierna infancia como poder agarrarse a ellas, como pisar la hendidura exacta, como poner las extremidades en la posición correcta para ir avanzando con seguridad y desenvoltura.
Dudo mucho que yo sea uno de los descendientes de tan atlético ejemplar. Así pues, empecé a fijarme en los andares de mi marido. Pues si, son atléticos. Pues si, no se cansa, no cae y ha aprovisionado perfectamente para pasar un día en la montaña. No corre arriba y abajo sin cesar, puesto que los años no perdonan, pero debo decir que si los genes se modifican poco a lo largo de las generaciones, él tenía más números que yo de ser un descendiente de Tarzán.
Al llegar abajo de la montaña (es decir, al acabar mi pesadilla particular), le pregunté al padre de mis hijos si tenía algún antepasado que se hubiera criado con monos en algún lugar de África, vistiera con taparrabos, fuera amigo de todos los animales de la selva y Disney hubiera comprado los derechos de autor para hacer una película.
Mi marido me miró con expresión divertida, me besó suavemente y no me contestó.
¡Ajajá!¡Quien calla otorga!¡Efectivamente, tal y como yo lo suponía, mis hijos son descendientes de Tarzán!
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