Pongámonos en situación:
Massachusetts, invierno. Temperaturas de cero grados centígrados por la mañana (32 F). Si, ciertamente no son las temperaturas a las que estábamos acostumbrados años atrás, donde los números negativos reinaban en el termómetro. Pero aún así, cero grados centígrados es frío. Para cualquier mortal. En cualquier parte del mundo.
Mi pequeño que ya no es tan pequeño, pregunta la temperatura a Alexa, y esta le responde que hoy estaremos entre los treinta y los cincuenta grados Fahrenheit (oséase, entre los cero (0) y los diez (10) grados centígrados). Y muy convencido, mi pequeño y yo tenemos la conversación que sigue:
Pequeño: Mamá, hoy hará calor, voy a ponerme pantalones cortos.
Yo: ¡Ni lo sueñes, estamos a temperaturas casi negativas!
Pequeño: ¡Pero vamos a llegar a cincuenta!
Yo: ¡Esto es frío!
Pequeño: Mamá, yo ya soy de aquí, y me he acostumbrado al frío. No lo siento. Tengo calor a cincuenta.
Después de este tira y afloja, no voy a reproducir la conversación que tuvimos a decibelos más elevados, pero debo decir que mi hijo se fué a la escuela con pantalones largos, camiseta de su equipo de fútbol preferido, una chaqueta de invierno y una cara de enfado que si hubiese tenido el poder de lanzarme un rayo, yo ya no estaría escribiendo éstas líneas.
Al llegar al trabajo, cruzando el pasillo con mi compañero café inseparable, veo a un hombre mayor (de mi edad), de la siguiente guisa:
- chaqueta de entretiempo,
- gorra de los Patriots,
- pantalones cortos,
- calcetines,
- flip flops.
En aquel instante me dí cuenta que mi hijo, quizá sí, sienta que su temperatura corporal está perfectamente cohesionada con las temperaturas de Massachusetts.
Yo, por si acaso, continuaré habitando un cuerpo mucho más friolero.
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