Estoy en Massachusetts. Por la calle escucho inglés, principalmente. Estoy acostumbrada a ello, evidentemente. Lo tengo asimilado.
Pero a veces, cuando escucho hablar mi idioma, no puedo dejar de saludar a quién lo está hablando. Porque estoy en Massachusetts. Y las oportunidades de hablarlo son escasas. Así que me acerco a ese desconocido o desconocida, y al cabo de un momento, ya somos menos desconocidos y más familiares. Y nos contamos la vida en un periquete, como si tuviésemos mucha prisa por hablar sobre nuestra experiencia, a quién quiera escucharla en nuestro idioma. Y nos conocemos de oído a la familia del otro, y nos pasamos los números de teléfono, para poder contactar en caso necesario, o simplemente por si nos apetece.
Si, es un ejercicio que me llena de alegría y de añoranza. Me encanta saber que ese ya no desconocido comparte sensaciones, que sabe cómo degustar un buen rape, que conoce el pequeño pueblo de dónde provengo. Y pregunto. Más preguntas. Sin cesar. Para comprobar que yo también conozco el pueblo de esa persona, que sabe lo que es una longaniza y que conoce al cantautor de moda de mi tierra.
Y disfruto.
Y saboreo la conversación.
Y pienso en mis padres, en mi idioma y en mi casa.
Y sonrío.
Después de una charla incesante que acaba normalmente con mis churumbeles tirándome de la manga, nos despedimos con la promesa de un próximo encuentro.
"¡Mamá, eres una pesada!¡Vámonos a casa!"
Y yo, que soy una pesada, conduzco hacia nuestra casa de Massachusetts, mientras tarareo una canción de nuestra casa, de allí, del otro lado del Atlántico.
Comentarios
Publicar un comentario