¿Que a qué hora quedamos?
Depende.
Aquí encontramos dos casos. De hecho, dos y sólo dos casos posibles.
Imaginamos que nosotros hemos organizado una comida en nuestra casa.
Caso 1
Quedamos con norteamericanos.
Normalmente quedamos para comer.
A las doce del mediodía.
Si hemos acordado las doce, a las doce en punto suena el timbre de nuestra casa, y llegan unos americanos contentos, que te saludan con un abrazo no muy fuerte, se quitan los zapatos, los dejan en la entrada, te entregan una botella de vino, unas galletas y unas flores, y te preguntan dónde pueden dejar la ropa de abrigo.
Mientras acabamos de preparar la comida, los americanos se sientan alrededor de la cocina, bebiendo una cerveza o un vaso de agua, normalmente, y con una conversación educada y divertida.
Comida lista, y pasamos al comedor, donde continuamos con la conversación, mientras vamos saboreando algún plato típico, ya sea de aquí o de allí.
Al cabo de dos horas, puntuales como un reloj suizo, y después de haber comido, bebido y reído, los norteamericanos se levantarán de la mesa y nos dirán que deben irse, que tiene tal o cual encargo por realizar.
Nosotros lo habremos pasado bien, y tendremos el resto del día libre para fregar platos e incluso leer un libro si nos apetece.
Caso 2
Quedamos con españoles, franceses, o latinos.
Normalmente quedamos para cenar.
A las seis de la tarde.
El primero que llega se presenta en casa llega a la seis y media, y los otros envían mensajes que se retrasarán un poco poquito.
Abrazos efusivos, besos en las mejillas, y gritos de lo mucho que nos hemos echado de menos. Zapatos por doquier, y chaquetas repartidas por toda la casa.
De las bolsas de los invitados, empieza a salir comida a borbotones, y todo se pone encima de la mesa, para que nos sirvamos sin dilación.
A las ocho ya ha llegado también el último invitado.
La música a tope, un par de botellas de vino terminadas, alguna que otra cerveza, muchas risas y un picoteo alrededor de la cocina o donde se tercie, cualquier lugar es bueno. Todo el mundo pregunta en qué puede ayudar, y si no puede, continua bebiendo vino.
Nos sentamos a la mesa, y pasan las nueve, las ocho y las diez, y nadie tiene la intención de irse a su casa. Y pasan las once y alguien propone un karaoke, que nos devuelve a nuestra tierna juventud, mientras gritamos con desesperación aquellas canciones que no olvidamos.
Y son las doce y alguien se acuerda de que es la hora que los niños se vayan a la cama.
La una de la noche y, agotados, cerramos la puerta, con una sonrisa de oreja o oreja, esperando repetir pronto.
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