Definitivamente. Decididamente. Los tacones no tienen cabida en estas tierras nevadas y heladas.
Recuerdo una de las últimas veces que calcé unos tacones de vértigo, más de un año atrás. Unos amigos nos habían invitado a cenar a su casa, y yo, muy pizpireta, me había enfundado en un vestido ajustado que marcaba mis michelines protuberantes de forma elegante, y me había calzado unos zapatos negros de charol de tacón demasiado alto, por eso de que así se me estilizaba la figura. Craso error, por supuesto. acostumbrada como estoy a usar zapatillas de deporte o botas, los tacones se entrometían en mi bienestar físico y psíquico. Mi bienestar físico peligraba, puesto que ya del coche a la puerta de entrada de la casa de nuestros amigos, mis andares no eran precisamente aprincesados. Más bien parecía un pato mareado. Y mi bienestar psíquico peligraba, puesto que mi incomodidad física evitaba que pasase un buen rato de pie, ya que mi cerebro se quejaba contínuamente a mis piernas y a mis pies para que dejasen el engorro de los tacones y caminase descalza.
Después de hacer caso al cerebro y pasear descalza, pude pasar un rato inmejorable con buena compañía, comida sabrosona y risas interminables. Lo peor vino después, cuando me calcé mis dichosos tacones y crucé el caminito de adoquines helados hasta llegar al coche. ¡Madre del amor hermoso!¡Parecía mamá pato intentando recomponerme de un mes sin dormir! Incluso creo que los anfitriones llegaron a temer por mi vida, puesto que me iban siguiendo con los brazos extendidos, por evitar que me rompiera el cuello cuando cayera. Finalmente, pude llegar sana y salva al coche, me saqué los dichosos zapatos y no he vuelto a usarlos hasta la fecha. Están escondidos en el armario, muy muy escondidos. En su lugar, uso unos botines o unas botas bien chulas, y no me planteo ni por un segundo comprarme otros zapatos de tacones. No en Massachusetts.
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