No puedo.
No puedo.
Y no puedo.
No hay manera.
No consigo distinguir cuando me dicen "can" o cuando me dicen "can't".
Cuando una amiga de mis peques viene a casa y me dice que lo que le cuento no puede hacerse, me la miro contentísima, hasta que observo la cara de mi hijo que, condescendientemente, me indica que lo he entendido al revés.
Ya en la intimidad del hogar, ensayo repetidas veces el can y el can't. Mis hijos me ponen ejemplos hasta aburrir. Bueno, hasta aburrirse ellos, y yo, pero sin éxito en la resolución de lo que para mi es un jeroglífico indescifrable, lo que para mi es una meta inalcanzable, una quimera, una utopía.
Parece fácil. Para los americanos. Para los estudiantes, americanos o no, que están creciendo en los parajes del autor de Moby Dick, de Paul Revere o de Pocahontas.
Pero no es fácil para mi.
No lo es.
Y punto.
No tengo la capacidad para formular unos sonidos que mi garganta no ha aprendido durante los primeros cuarenta años de su existencia.
Y mis cuerdas vocales me dicen que ya basta, que lo que intento hacer es imposible, pero no saben que yo tengo la creencia de que nada, nada, es imposible. Con lo cual lo reintento, vuelvo a intentarlo, una y otra vez, para desesperación de mis churumbeles y la connivencia de mis amigos y vecinos, que se arman de paciencia infinita e intentan impregnarme de sus sonidos, con sus diferencias, sus características, sus vivencias, tan diferentes de las mías.
Pero tranquilos, que tarde o temprano, llegará un día en que diré
Can, o
can't, e incluso mis hijos me dirán
¡Finalmente, mamá! ¡Lo has conseguido!
Y yo, orgullosa, me pavonearé un rato, aunque sin tener demasiado claro cómo haré para repetirlo correctamente.
I can't.
Yes, I can.
No puedo.
Y no puedo.
No hay manera.
No consigo distinguir cuando me dicen "can" o cuando me dicen "can't".
Cuando una amiga de mis peques viene a casa y me dice que lo que le cuento no puede hacerse, me la miro contentísima, hasta que observo la cara de mi hijo que, condescendientemente, me indica que lo he entendido al revés.
Ya en la intimidad del hogar, ensayo repetidas veces el can y el can't. Mis hijos me ponen ejemplos hasta aburrir. Bueno, hasta aburrirse ellos, y yo, pero sin éxito en la resolución de lo que para mi es un jeroglífico indescifrable, lo que para mi es una meta inalcanzable, una quimera, una utopía.
Parece fácil. Para los americanos. Para los estudiantes, americanos o no, que están creciendo en los parajes del autor de Moby Dick, de Paul Revere o de Pocahontas.
Pero no es fácil para mi.
No lo es.
Y punto.
No tengo la capacidad para formular unos sonidos que mi garganta no ha aprendido durante los primeros cuarenta años de su existencia.
Y mis cuerdas vocales me dicen que ya basta, que lo que intento hacer es imposible, pero no saben que yo tengo la creencia de que nada, nada, es imposible. Con lo cual lo reintento, vuelvo a intentarlo, una y otra vez, para desesperación de mis churumbeles y la connivencia de mis amigos y vecinos, que se arman de paciencia infinita e intentan impregnarme de sus sonidos, con sus diferencias, sus características, sus vivencias, tan diferentes de las mías.
Pero tranquilos, que tarde o temprano, llegará un día en que diré
Can, o
can't, e incluso mis hijos me dirán
¡Finalmente, mamá! ¡Lo has conseguido!
Y yo, orgullosa, me pavonearé un rato, aunque sin tener demasiado claro cómo haré para repetirlo correctamente.
I can't.
Yes, I can.
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