Mi hijo mayor me convenció para que el pasado fin de semana fuésemos a ver una obra de teatro, en el teatro de su escuela, y protagonizada por muchos de sus amigos. Como no se me ocurrió nada que pudiese contrarestar dicho evento, me vi en la obligación de acceder a tan apasionante plan. Así que fuimos. Sin muchas ganas por mi parte, pero nos dirigimos con semblante contento a la escuela. Pagamos religiosamente la entrada, y para mi sorpresa, al entrar en el teatro, comprobé azorada que casi no había asientos libres. Mi mayor se sentó en un asiento libre en la primera fila, y cuando ya se habían apagado las luces, mi pequeño y yo nos sentamos en los otros únicos asientos libres, al lado de dos viejecitas entrañables, en los asientos reservados para gente incapacitada.
¡Empieza el espectáculo!
Un montón de chavales disfrazados llena el escenario. Sus voces, sus cantos, sus gestos,... todo necesita muchas más horas de dedicación, de ensayo. Ninguna de las coreografías funciona a la perfección, las pies y los manos que deberían seguir el mismo compás, normalmente no siguen ni un compás igual. Los diálogos se olvidan, los micrófonos no funcionan, las luces no enfocan en el sitio preciso.
Pasé unos cinco minutos escéptica, maldiciéndome por haber aceptado el planazo de mi mayor. Al cabo de estos larguísimos trescientos segundos, pero, sufrí una radical transformación, y lo que antes veía como poco ensayado, como trivial, con inexistencia de coreografía, conseguí verlo como alta motivación, como entusiasmo, como trabajo en equipo.
De todos los chavales (y conté que había más de cincuenta en algún momento en el escenario, sin contar los que estaban detrás de las bambalinas), sólo uno tenía una voz digna de futuro en la música. Pero todos y cada uno de ellos se esforzaba, se había aprendido su papel, había puesto empeño, vestía una disfraz más que aceptable, y había ensayado durante largas semanas para conseguir este resultado.
Me encantan los musicales. Muy mucho. Lloro con "The Miz" y mi heroina es Eponine, alucino con "The phantom" y su puesta en escena, vibro con "School of rock" y el chico que se convierte de clásico a moderno en un plis plas. Y observando a los compañeros de mi hijo mayor actuar, tuve la sensación que eso el primer paso hacia el estrellato de los musicales de Broadway. Que aquí en Estados Unidos, las coreografías, los diálogos, las canciones, ya se impregnan poco a poco en el espíritu infantil, para continuar, a través de los años y el esfuerzo, con la máxima que tanto me gusta:
Aquí, todo es posible.
Las viejecitas entrañables que estaban sentadas a nuestro lado aplaudieron con devoción. Yo aplaudí con pasión.
¡Bravo!
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