He aprovechado hasta la saciedad besar a mis hijos. En casa los beso en las mejillas y encima de la cabeza. Fuera de casa, pues igual. Hasta la fecha. El mayor ya hace tiempo que me dijo que no quería que yo lo besara o abrazara en público. Con lo cual yo aprovechaba las oportunidades públicas para abalanzarme sobre el menor, besarle las mejillas y darle un abrazo de esos que se confunden entre abrazo de oso o de mamá amantísima.
Pero eso ya es historia. Hoy mi pequeño me ha dicho sin mirarme directamente a los ojos, que no le gusta que yo le bese en público. Y yo no he podido negarme a la obviedad: mis dos hijos prefieren que las demostraciones de amor materno se realicen puertas adentro y en ningún caso puertas afuera. Y yo reprimo mis ganas de abrazarles cuando los despido en la parada del autobús, o de besarles cuando llegan cansados del cole. Estoy ya en un mundo de besos fugaces y prohibidos, que, fuera de casa, solamente puedo hacer cuando todos los papás y niños que también esperan en la parada del autobús no nos ven, o en casa tranquilamente. Dentro de casa, tengo los mismos privilegios teletubbie que tenía yo en todas partes cuando eran pequeños y se dejaban achuchar sin condiciones.
Y el tiempo pasa. El tiempo vuela. Mis retoños ya no son retoños, son casi adolescentes que no se dejan avasallar en público por las declaraciones de amor maternal de su madre demasiado inocente como para creer que se dejarían, ellos si, comer a besos cada día.
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