Ayer decidí que mis peques ya eran suficientemente mayores y que podía ir tranquilamente con ellos al supermercado para la compra semanal. Si, lo reconozco, me había levantado demasiado optimista. Pero ya se sienten mayores (y lo son) para muchas cosas, con lo cual decidí que me acompañaran y me ayudaran en la búsqueda de los alimentos que tomamos semanalmente toda la família.
Orgullosa, aparqué el coche y con un hijo a cada lado, entré en el supermercado. El mayor se ofreció a conducir el carrito, a lo que yo acepté encantada.
Empecé con la sección de lácticos, mirando qué yogures eran los más ricos (sin mirar las calorías). Estando yo en estos quehaceres, decido sacar mi vista de los estantes yoguriles y me encuentro que mi mayor había llenado el carrito con sus yogures preferidos, pero no con 3 o 4, sino con 50 o 60. Le digo que no puede cargar con tantos, y le cuento los motivos razonables (espaciales y económicos básicamente) por los que no está bien cargar tantos yogures. Parece que entiende mi argumentación y los tres continuamos el camino trazado (con 45 yogures menos de los que había cargado mi hijo).
Me pongo a la cola de la pescadería, puesto que hay un salmón que dice "Cómeme", cuando oigo risas de mi mayor. Al investigar el motivo de su risa, veo que mi pequeño se ha metido debajo del carrito y que se ha encallado. Le grito y le digo que salga inmediatamente, pero no puede y debo tirar de él para conseguir que vuelva a una posición vertical correcta. Mientras, mi mayor se destornilla de risa a nuestro lado y el pequeño le echa una mirada fulminante de las suyas, muy cabizbajo.
Una vez conseguido el salmón, nos dirigimos a la sección de carnes. Allí mis hijos se dedican a corretear con el carrito, casi consiguiendo atropellar a una viejecita, a un hombre con buena cintura, y a una mamá con su bebito, antes de que yo les grite que paren de correr puesto que pueden lastimar seriamente a alguien.
Me quedo el carrito para tener yo el control, pero me quedo sin el control de mis niños: el mayor me va metiendo cosas en el carrito que yo voy desalojando acto seguido, y el pequeño se dedica a pasar por los pasadizos por los cuales yo no paso, para darme sustos al finalizar yo mi trayecto.
Gotas de sudor frío impregnan ya mis temples, deseando acabar con las compras y dirigirnos a casa.
Sin saber el motivo (ni yo pero es que estoy segura que ni ellos tampoco), empiezan a discutir el uno con el otro. Les pido que se callen y se tranquilicen, que estamos acabando.
Ven unas pelotas y me preguntan si podemos comprar una. Pues creo que es una buena idea, puesto que se entretendrán y me seguirán dóciles. Craso error. Van botando la pelota interminablemente, molestando a la gente que intenta circular a nuestro alrededor y haciendo que yo me desespere aún más, mientras voy pidiendo perdón a la gente que quiere escucharme, ya sea porque mis hijos se han entrometido en su camino, ya sea porque sé que mis hijos se entrometerán en su camino, más pronto que tarde.
Llegamos a la cola del cajero y mi pequeño quiere chicles que yo no le compro. Continúa botando la pelota sin cesar, mientras el mayor pierde la suya en una fila de carritos bien dispuestos y decide pasar por encima de éstos para recuperarla.
Una de las buenas cosas de ser mamá (por lo menos en mi caso), es que no tengo ningún sentimiento de vergüenza por las travesuras de mis niños. Si, intento que se porten bien, aunque sé que los niños son niños y deben comportarse como niños. Prefiero que jueguen a que estén enfermos o tristes, prefiero que corran a que estén todo el día delante del ordenador, prefiero que tengan cara de pillos a cara seria.
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