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Animando

Mi pequeño ha empezado sus entrenamientos y sus partidos de fútbol. Del futbol europeo, lo que aquí llaman soccer. El primer día del partido, nos levantamos emocionados (¿o era soñolientos? un partido programado a las 8 de la mañana de un sábado no es un buen augurio) y nos dirigimos al campo de futbol. Y allí comprobé diferentes modos de actuación, como no, con la gente americana de verdad.
Mi modo de actuación:
Llegamos al campo a las 8 y dos minutos. Culpamos al tráfico por llegar tarde, aunque nuestros bostezos nos delataban. Abrigada con chaqueta (vivimos en Massachusetts, el tiempo a mediados de abril no es para tirar cohetes), yo seguía los andares de mi hijo arriba y abajo del campo, no lo perdía de vista, le animaba cuando tenía la pelota y lo gritaba cuando fallaba algún tiro; también yo gritaba como una posesa cuando el equipo de mi pequeño marcaba un gol, bajo la mirada reprobatoria de mi marido, que me suplicaba que bajase la voz.
El modo americano de actuación:
Al entrar nosotros en el campo, todas las famílias americanas con un hijo que jugaba ya habían desplegado su arsenal de habituallamiento: sillas plegables con posavasos para poner la taza de café caliente que rezumaba humo por el orificio, unas mantas por si hacía frío, unas gorras por si molestaba el sol. Todas las personas allí congregadas miraban el partido siguiendo la dirección de la pelota, y no la del hijo en cuestión. Animaban cuando un jugador marcaba...¡indistintamente del equipo en el que jugara! Animaban a todos los jugadores, los alentaban cuando lo hacían bien y los animaban cuando lo hacían mal, diciéndoles que habían hecho un buen intento. ¡Si!¡Buen intento cuando fallaban!
El árbitro, un chaval un par de años mayor que mi pequeño, era imparcial y cuando un jugador fallaba, le indicaba cómo debía hacerlo mejor y...¡le daba una segunda oportunidad!
Hacia la mitad del partido, empecé a contemplar boquiabierta este tipo de actuación y ya no observaba solamente a mi hijo que, aunque me sabe mal por su abuelo, debo reconocer y reconozco que nunca será un Messi. Mi hijo, manos en los bolsillos, corría sin demasiado estrés ni demasiada velocidad y gritando al viento para que le pasaran la pelota. En cambio, la mayoría de los otros niños, estaban concentrados en el partido e intentaban con todo su ímpetu mantener la pelota en su poder y llegar a la portería en busca del preciado gol. 
Finalizado el partido, todos amigos; los peques del equipo de mi hijo cabizbajos porque les habían metido tantos goles que habíamos perdido la cuenta, los del equipo vencedor ni muy contentos ni muy tristes, y los padres esperando a que nuestros hijos acabasen de comer los gajos de naranja que una mamá abnegada les había proporcionado.
Subimos al coche, mi hijo mayor (que había prestado atención cero al partido, puesto que leer un libro de Rick Riordan es la repera), mi hijo pequeño, desalentado pero no tanto, mi marido y yo. Yo en silencio. Intentando descifrar lo que había sucedido en el campo. Bueno, y también fuera del terreno de juego. 
Si, somos diferentes. Nuestras costumbres son diametralmente opuestas. Los americanos de pura raza (si es que existe la pura raza que ahora parece estar de moda) son educados, no gritan, animan a los dos equipos, les dicen buen trabajo SIEMPRE, hagan buen o mal trabajo, mientras que yo... yo grito, animo, culpo al árbitro (aunque este me lo puso muy difícil), grito a mi pequeño para que espabile... y al final del partido me quedo muy descansada.



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