Es la hora. Pronto llegarán. Hoy tengo la oportunidad de ir a recibirlos en la parada del autobús. Y me dirijo hacia allí sin prisas, disfrutando de un sol y una temperatura para nada normales de un enero de Massachusetts.
A lo lejos ya vislumbro el cachivache de color amarillo, ese que sale en todas las películas de niños que se precie, y que trae consigo mi tesoro más valioso: mis niños.
El ruido del motor ya denota un aire cansado, como de autobús viejo que ya no está por estas jergas. Demasiados años, demasiados niños y demasiadas prisas lo han convertido en un autobús cansado aunque contento de albergar risas y gritos. Se para con un chirriar demasiado agudo en la parada que nos corresponde, mientras yo voy bajando a su encuentro.
Y sale mi pequeño. Mi pequeño que ya es mayor. Y me ve. Corre. Corre hacia mi, cargando una bolsa demasiado grande y pesada, rápido y veloz con su carita contenta de verme, fija en mi mirada. Sonríe y se me echa a los brazos, mientras me dice: "Mama." Yo lo abrazo y lo elevo todo lo que puedo del suelo, que no es mucho, mientras sonrío hacia dentro y hacia fuera mientras le digo "Hola, amor".
Mi mayor también ha salido del autobús. No corre hacia mi, pero viene a mi encuentro pausadamente, cargando una bolsa demasiado grande además de su instrumento musical, que no es poco. Me abraza y me susurra "estoy muy contento de que hoy hayas venido a buscarnos, mamá". Y cierra los ojos manteniendo nuestro abrazo.
Comentarios
Publicar un comentario