No. No me llamo Olivia. O quizás si.
Me llamo Roser. Mis padres me pusieron este nombre en honor a mi abuela, que ostentaba el mismo. Roser, que se pronuncia ruzé, más o menos, oséase, que es impronunciable en tierras americanas e incluso más allá.
La primera vez que pisé un Starbucks y la dependienta me preguntó mi nombre para estamparlo en el que sería mi vaso, tuve que repetir el nombre tres veces, luego deletrearlo y finalmente deletrearlo a velocidad reducida. Mi amor por mi nombre, el nombre que me ha visto nacer, crecer y madurar, hizo que lo pronunciase con infinita paciencia cada vez que entraba en el Starbucks a pedir mi dosis de cafeína, pero llegó un día en que decidí simplificar.
Aquel día, cuando el dependiente me preguntó mi nombre, le contesté, sin pensármelo demasiado:
"María".
Sí. Y lo entendió a la primera. Con lo cual, para simplificar mi vida y la de mis congéneres, cuando alguien me pregunta el nombre, y sé que este alguien es una persona que no veré otra vez en mi vida, le digo que me llamo María y listos. Fuera problema, adiós caras raras e intentos de pronunciación fallidos.
María. Y me siento pretty, como Natalie Wood después de conocer al amor de su vida.
Pero como todo en esta vida tiene un tiempo limitado, mi nombre de West Side story sufrió otra transformación.
La semana pasada me dirigí al Starbucks de Cambridge, cerca de Harvard, para comprar mi café. Cuando el dependiente me preguntó mi nombre, Sharpie en mano, yo, muy segura de mi misma, le dije sin vacilar:
"María."
El dependiente, me miró a los ojos y, con una sombra de duda, me preguntó:
"¿Olivia?"
No sin asombro por mi parte, mi boca dijo un "Sí" apresurado y burlón, con lo cual, a mis cuarenta y seis años, he vuelto a cambiar de nombre.
De Roser a María y de María a Olivia.
Y todo en el Starbucks de turno, dónde, además de cafés riquísimos (o a los que me he acostumbrado sin rechistar), me cambian el nombre sin cobrarme un céntimo de propina.
Veremos lo que me dura mi nuevo nombre.
Olivia.
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