El peluquero. Si, si, habéis leído bien: el peluquero de toda la vida es ese oscuro objeto del deseo. Nada más llegar a la patria querida para pasar las vacaciones, el primer lugar donde paramos es en la peluquería, para que hagan con nuestros pelos lo que nos han hecho toda la vida. El corte que a nosotros nos gusta, porque es al que estamos acostumbrados. Siempre, siempre, el color y los dictados que el peluquero nos recomienda son absolutamente geniales. Ese peluquero que te coge tu cabello, lo tira para adelante y para atrás, te lo corta mientras tu te fijas en los michelines de tu famosa de turno, hojeando la revista de toda la vida con las celebridades actuales. Ese peluquero que te pregunta por tu vida y te hace sentir que estás en casa. Ese peluquero al que confiamos nuestra pelambrera para que la adecente después de meses sin que nadie la tocara.
No, no nos acostumbramos a que otro peluquero use sus tijeras para cortar nuestro pelo. Aunque lo haga bien, no quiere decir que por eso se lo agradezcamos.
Llevé a mis niños a la peluquería de aquí en Massachusetts hace unas semanitas, cuando su cabello ocupaba gran parte de la cara de mis hijos y les era difícil usar los dos ojos para ver cualquier cosa sin mover el flequillo a un lado u otro de su cara. Sólo porque la situación era extremadamente desesperada, me atreví a llevarlos a un peluquero de los de aquí. Y el peluquero les cortó el pelo. Cortito, cortito, con máquina a cada lado y por detrás, y con tijeras en la parte de arriba. Mis dos churumbeles quedaron guapísimos. El peluquero, al acabar de cortar el pelo a mi pequeño, le preguntó, estando éste aún sentado en la silla de la peluquería, si le gustaba el nuevo peinado. Mi pequeño, sin dejar de mirar su imagen reflejada en el espejo y con cara de muy pocos amigos, le contestó que no, que no le gustaba nada. Y cuando yo le pregunté el porqué, se puso a llorar, diciendo que ¡no quería salir a la calle de esta guisa! El enfado le duró bastante. No quiso coger una piruleta que el peluquero le regalaba, puesto que mi peque consideraba que, como el peluquero había hecho un mal trabajo, éste no merecía que él se quedara con una golosina (siempre me admira el razonamiento de mis hijos). Mi hijo no quería salir a la calle con el nuevo corte de pelo, con lo cual opté por una solución de emergencia: salió a la calle con la cabeza tapada con la capucha de su chaqueta. Así y sólo así, mi hijo accedió a caminar por la calle. ¡Y no veáis con que cara de pocos amigos caminaba! Yo intentando que entrara en razón, haciéndole creer que estaba guapísimo (en realidad estaba guapísimo de verdad de la buena), nombrando todas las virtudes de su nuevo peinado: no tendría tanto calor, puesto que llegaba el verano y el cabello corto es perfecto para esta época; podría ver todo su entorno sin necesidad de quitarse parte del cabello que le cubría la cara. Incluso jugaría mejor al fútbol, puesto que vería la pelota mucho antes. Pero ni así. Pasó toda la tarde sin quitarse la chaqueta, ya que no quería quitarse la capucha y que otra gente, conocida o no, viera su nuevo corte de pelo.
Al día siguiente la situación empeoró. Era la hora del entrenamiento de fútbol. Y mi peque no quería ir al entreno puesto que todo el mundo lo vería con el pelo corto. Su padre y yo le convencimos (mediante amenazas, claro está, puesto que las buenas palabras las agotamos los primeros diez minutos) para que llegara al entreno, aunque de mala gana. Al principio todo iba bien, todos entrenaban con chaqueta y él con la capucha cubriéndole su cabeza. ¡Pero llegó la hora temida de quitarse la chaqueta con capucha! Él, con resignación, se la quitó, dejando al descubierto su corte de pelo. Y, ¡Oh maravilla de las maravillas! El entrenador, al verlo, le dijo delante de los otros niños, que su nuevo peinado era fabuloso. Y aquí, aquí el día gris volviose azul, el sol iluminó la tierra y los pájaros empezaron a cantar. En ese momento, la cara de mi peque pasó de la desesperación absoluta al orgullo infinito. Y nunca más se quejó de su corte de pelo.
En mi caso, mi visita a la peluquería tampoco fue placentera. En primer lugar, todas las chicas que aparecen en las revistas de cotilleo (lectura necesaria para cualquier mujer que se precie) eran bastante desconocidas para mi, con lo cual la celulitis de sus pantorrillas no me importaban tanto como la celulitis de mis celebrities nacionales. En segundo lugar, opté por la opción de contestar "Yes" a todas las propuestas de la peluquera, puesto que no entendía ni la mitad de lo que me decía. O sea, que acabé pagando un pastón por unas mechas que no taparon toda mi sabiduría (las canas, entiéndase).
Jajaja, pobrecito!! Qué mal rato paso!! Yo tampoco voy a la pelu aquí, sólo cuando voy a España, pero es más que nada por el precio, y al mayor lo llevé hace poco también por pura obligación, que hacía tiempo que no le veía los ojos al pobre, jajaja. Un besito!
ResponderEliminarAhora no quieren que les corte el pelo el peluquero de aquí ni el de allí, dentro de poco parecerán Rapunzel;)
EliminarHola! hace poco que he descubierto tu blog, me encanta, me lo he leído creo que casi enterito en los últimos días... pero no me había animado a escribir! Pero mañana tengo peluquería, aquí en Miami, y tengo TERROR. Donde esté una peluquería española de toda la vida...
ResponderEliminarEn fin, te dejo mi blog de mi vida en Miami, por si te apetece cotillearlo. Es como el tuyo pero sin ser mamá y en el caribe. Vamos, que no se parece en nada pero yo también echo de menos el jamón. Un abrazo!
www.narrandoalmundo.blogspot.es
Hola! Gracias por leerme! Somos muchas las que escribimos contando nuestras experiencias lejos de nuestro país, y realmente es muy chulo ir descubriendo nuestros mundos a través de internet! Un abrazo y me paso por el tuyo!
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