Ya está aquí. Ha tardado demasiado, contra todo pronóstico, pero finalmente el frío está calando en todos los parajes de Massachusetts.
Por supuesto, como buena madre, lo que hago es convertir a mis hijos en muñecos Michelin antes de salir a la calle y enfrentarse con esas temperaturas que te hielan la sangre si pueden.
Camiseta, pantalones de deporte y ropa interior. Bueno, vale, como siempre. Y ahora todo lo demás:
- pantalones de esquí
- guantes
- gorro
- bufanda
- anorac
- botas
todo marcado, etiquetado, porque las posibilidades de perder uno de estos gadgets en la escuela son bastante elevadas.
En la maleta del cole, las zapatillas normales para correr mejor dentro del recinto escolar.
Y venga, así estamos. Mis hijos vestidos así no pueden estar mucho rato dentro de casa, puesto que les entra un sofocón, con lo cual corremos hacia el coche y, como si de muñecos inflables se tratara, les empujo para que ellos y toda la ropa entren por la puerta.
Llegamos a la escuela y aparco al lado del arcén. No muy cerca, puesto que la nieve helada ya no deja que me acerque totalmente.
Y, como yo, la mayoría de papás hemos vestido a nuestros hijos con demasiadas capas. Digo la mayoría porque algunos aún se resisten a la entrada del invierno y llegan con pantalones cortos rollo "yo hago como si del verano se tratara y por eso no siento el frío".
Las 8:20 de la mañana. Las puertas de la escuela se abren de par en par para dejar entrar a la marabunta de pequeñajos que circulan como si de un corriente sanguíneo se tratara, sabiendo con total veracidad la vía a seguir y que los llevará a su guarida, su profesor, sus libros y sus amigos. Niños y niñas ataviados de todos los estilos y de todos los colores: negro, blanco, rosa, verde, azul... con cabellos castaños, negros, rubios o pelirrojos. Con coletas, diademas, cabellos sueltos o cortados al uno. De pasos firmes, cansados, lánguidos o apresurados. Con maletas grandes o pequeñas, abultadas o vacías, con el nombre grabado o no. Hablando animadamente con los compañeros que acaban de encontrar justo ahora al cruzar la puerta o ensimismados en si mismos y sus pensamientos. Intentando no pisar a otra gente o que los otros no te pisen. Altos y bajos, delgados y gorditos, sonrientes o tristes.
Niños de todas las razas y con comportamientos variados en base a lo vivido hasta la fecha.
Todos son diferentes. En todo. En el vestir, en el hablar, en el pensar y en el sentir. Algunos comparten aficiones, otros comparten fobias.
Pero lo que todos, todos comparten un cinco de enero de 2016 a las ocho y veinte de la mañana es su nariz respingona (esa parte que las mamás no han podido cubrir con ropa de abrigo por miedo al ahogo) de color rojo.
Un color rojo que delata claramente el frío existente. Un color rojo que descubre como el cuerpo está mandando defensas en forma de sangre a la nariz para que ésta no se congele.
Si los niños fuesen Wanpanoag (la tribu que habitaba éstas tierras antes de que los Pilgrims llegaran desde Inglaterra), y hubieran nacido este día, se llamarían con seguridad "Narices rojas". Pues claro. El club de las narices rojas. Todos, todos, miembros de este club, sin que ellos lo sepan.
Aunque no me encuentre en Massachusetts creo que yo también tengo algo genético del "Club". Me pasa lo mismo por la mañana cuando llego al trabajo (claro que es cierto que trabajo muy cerquita de la montaña, será eso), jejeje.
ResponderEliminarPues bienvenido al club de las narices rojas;)))))
EliminarCreo que es un club bastante amplio a nivel mundial