Lloro. Lloro pero no de pena, ni de alegría. Lloro porqué a mis ojos les cuesta adaptarse al sol impactando contra la blanca e inmaculada nieve que cubre el paisaje. Mis lagrimales fabrican sin cesar unas lágrimas que acaban en mis mejillas, sin que yo pueda hacer nada para detenerlas. Mis ojos no están acostumbrados a esa claridad en el cielo y en la tierra. En Massachusetts, muchos días son grises, aunque los destellos de sol intentan abrirse camino con frecuencia entre una nubes que no les son propicias. Pero últimamente, el sol se ha apoderado del cielo, las nubes le han permitido el paso y los días son claros, abrumadoramente soleados. Y con nieve. Y lloro porqué mi cuerpo se adapta a este destello de claridad. Lloro porqué mis lágrimas me protegen. Y, al fin y al cabo, quizás sí que lloro de pena por ver que el invierno ha terminado, y de alegría al comprobar que, con sol, el mundo parece más bonito.