Pongámonos en situación:
Hora punta.
Circulación horriblemente horrible en Boston y los pueblos de los alrededores. Gente que, pacientemente, se sienta en su coche y se dirige a su lugar de trabajo, situado con suerte a una media hora de su vivienda habitual, aunque otros menos (o más) afortunados pueden tener incluso más de dos horas de trayecto. Sin bocinazos, eso sí. Pero coches parados a derecha e izquierda, inmersos en un tráfico que parece no tener fin.
La guinda es, ni más ni menos, la circulación de los autobuses escolares.
Si, esos autobuses amarillos que salpican todas las películas etiquetadas como "familiares" en el argot popular, esos autobuses repletos de niños y jovenzuelos con las hormonas disparadas, que se dirigen a la escuela con cara de sueño y Nutella en las labios.
Tráfico.
Paciencia (no hay otra).
Y autobuses escolares.
Y cuando tu, sí, tú, piensas que la circulación va mejorando, y que puedes circular más de un cuarto de milla sin frenar, aparece en sentido contrario un autobús. Primero, observas que enciende las luces anaranjadas. Tu cara de susto va en aumento. Después, las luces se tornan rojas rojísimas. Y aquí es cuando todos los habitantes de Massachusetts, SI, TODOS, los habitantes que conducimos por la calle, nos paramos. Si. Totalmente parados. El tráfico de izquierda y derecha se queda en un STOP total, mientras las luces rojas iluminan la calle de forma intermitente. La señal que intenta darnos el autobús es muy clara:
QUIETO. NO TE MUEVAS. PUEDEN SALIR PEQUEÑUELOS DESCONTROLADOS DE DENTRO DE MI. SI NO QUIERES RECIBIR UNA AMONESTACIÓN EJEMPLAR, QUÉDATE QUIETO HASTA QUE MIS LUCES ROJAS SE HAYAN APAGADO.
Y los conductores hacemos caso a las luces rojas. Nos quedamos quietos. Como si el tiempo se parara, como si el movimiento no existiera, a no ser por los pasos lentos de unos churumbeles a ser el centro de atención, y de unas luces intermitentes de color rojo alertando de un peligro potencial: Tú.
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