En mi época infantil, allá por la era de los dinosaurios, en mi tierra no celebrábamos Halloween, si acaso el Carnaval, pero durante los meses de febrero o marzo. Mis disfraces fueron de india, princesa, señora de época o pastorcilla, si mal no recuerdo.
Hoy en día, en Massachusetts, y más durante la celebración de Halloween el 31 de octubre, mis disfraces quedarían totalmente desfasados, y más para los niños casi adolescentes con los que tengo tratos últimamente.
Por ejemplo, sin ir más lejos:
- Una chiquilla adorable con cara de angelito que no ha roto un plato, me acerca el brazo para mostrarme, orgullosa, su última creación: usando vaselina, harina, grapas y pintalabios, se ha fabricado ella solita una corteza que se ha extendido en uno de sus brazos. Parece una extremidad de zombie tan real, que al verlo casi me desmayo y deben llamar a la ambulancia (que aquí, por cierto, es el 911).
- un muchachillo se ha ensartado en un disfraz de Demogorgon, con lo cual parece que un monstruo que viene de otra dimensión haya llamado a mi puerta para llevárseme a jugar a la supervivencia, de la mano de Stranger Things.
- Otro muchachote va completamente vestido de camuflaje, y me ha dado un susto de muerte al llamar a mi puerta para recibir las codiciadas golosinas (casi, otra vez casi llamo de nuevo al 911).
- Una mamá, orgullosa, pasea a su retoño de poco más de un año, en cochecito, vestido de Taco. ¡Este sí que está para comérselo a besos!
¿Dónde están las princesas?¿Y las flores, los personajes bucólicos o las diosas del Olimpo?¿Dónde quedan los disfraces de antaño? Pues donde tienen que estar, en un baúl en el desván... de mi madre.
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