No las entiendo, no las entiendo y no las entiendo. Nada, que no hay manera. Ni em mi tierra las entendía, cuando me contaban lo que precisaba mi pelo. Siempre terminaba con un peinado que yo no sabía que yo quisiera, pero que me decían que me era muy favorecedor.
Y aquí pasa lo mismo, aunque en mejores condiciones, puesto que puedo decir que mi conocimiento del inglés, o del coreano en mi última experiencia, es más limitado que mi idioma materno.
En mi última experiencia capilar, quise entrar walk-in (es decir, sin cita previa) en la peluquería que tenía cerca de casa. La peluquera es una coreana casada con un americano hace más de cuarenta años, que regenta dicha peluquería desde hace veinte.
Le conté mi plan perfecto para mi pelo:
- Cortarme las puntas.
Fácil.
Rápido.
Sencillo.
- Cortarme. Las. Puntas.
Satisfecha con mi demanda, en la que además utilicé la mímica para cerciorarme de que todo el mundo pudiera entenderla, no calibré lo que vendría a continuación.
La peluquera coreana simpática aunque sin atisbos de sonrisa en su expresión facial, me bombardeó con una serie de preguntas a las que yo no tenía respuesta.
- ¿Largo?
- ¿Con capas?
- ¿Peinado hacia dónde?
- ¿...?
Parece fácil, parece de lo más fácil del mundo, pero responder dichas cuestiones, sobre todo si se trata de tu pelo, no lo es. Al final, acabé haciendo lo que siempre, siempre hago. Claudiqué. Y le dije:
- Lo que quieras.
Aquí es cuando las peluqueras que se precian sacan la bestia que llevan dentro y hacen lo que les apetece con mi pelo. Y pude observar como sus tijeras cortaban, y desfilaban, y cortaban, y vaciaban sin parar durante más de media hora. Al término de la cual, la susodicha me dijo que mi corte era el más difícil que había realizado en toda su vida (básicamente porque ella está acostumbrada a peinar mujeres asiáticas con un pelo lacio y brillante diametralmente opuesto al mío, que es grueso y abundante. Observé como la mitad del pelo que tenía media hora antes en la cabeza, reposaba en el suelo, como una alfombra peluda.
Y, finalmente, me atreví a observar mi aspecto en el espejo gigante.
¡Arghhhhh!
¡Ahora soy una lechuga!
Evidentemente no era lo que yo había pensado, ni me atrevo a decir verbalizado.
Y todo, por no disponer de un diccionario "mis demandas-preguntas típicas peluqueras".
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