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Mis personal shoppers

Pongámonos en contexto. Tengo dos hijos. Machos, varones, o como quieran llamarlos en las diferentes culturas a las que tengo por costumbre arrimar el hombro. Mis dos hijos, que justo están empezando la preadolescencia, para deleite y aturdimiento de su queridísima madre, van vestidos cada día, oséase, 365 días al año, incluida Navidad con camisetas deportivas, pantalones de chandal y zapatillas de deporte. Con suerte, se peinan, se ponen el desodorante que roban de su padre a escondidas, y se lavan los dientes después que su amantísima madre se lo haya recordado más de cuatro veces. Los fines de semana, tanto su padre como su madre han desistido de pedirles-aconsejarles-rogarles-amenazarles que usen tejanos, prenda de ropa que mis hijos consideran para ser llevada en ocasiones especiales, en grandes celebraciones o eventos singulares.
ya estamos en situación.
El otro día, mi amantísimo esposo y yo teníamos una cena fuera de casa. Como esto sólo sucede una vez cada mucho tiempo, decidí acicalarme para tal ocasión, con lo que me puse uh jersey negro ajustado y escotado, y unos pantalones negros. Me adorné con unos pendientes y un colgante, e incluso me pintarrajeé los ojos con rímmel. Vaya, el no va más. Me calcé mis alpargatas de tacón y me contemplé en el espejo. Me sentí guapa. No estoy mal, pensé, para mi edad aún puedo resultarme autoatractiva de vez en cuando.
Satisfecha, bajé hacia la entrada para hablar con la baby sitter de mis hijos. Y aquí, mis dos varones, mis hijos permanentemente vestidos con ropa de deporte (o con pijamas de dinosaurios), me dijeron que no me había arreglado lo suficiente.
Quedé petrificada. Cortocircuitada. Pasmada.
¿Pero cómo se atrevían mis dos churumbeles, que de moda entienden lo que yo de ingeniería electrónica computerizada, a criticar mi vestimenta?
Mi pequeño, con el saber que le otorgan sus diez años de sabiduría interior, me miró de arriba abajo y me dijo que el jersey no era bonito. Mi mayor, el anti-jeans por ontonomasia, me dijo que mis pantalones (de tela sedosa, para más inri), parecían de pijama. Y para acabarlo de arreglar, mi pequeño osó decirme que mis alpargatas con tacón no eran para una ocasión de gala.
No pude salir de mi asombro. No supe si llorar, gritar o salir corriendo del lado de los dos monstruitos. Abrí la boca para lanzar improperiors, pero sólo me salió una voz entrecortada que dijo:
"¿Pues qué debo ponerme?".
Satisfechos con la lección de moda que acababan de profesarme, ambos se dirigieron a mi armario, y buscaron entre mi ropa el atuendo correcto.
"¡Esto!"
Dijo uno, señalándome un vestido largo y rojo que había llevado para una boda de alcurnia.
"No, esto es demasiado", le respondí yo.
"¡Esto!"
Me dijo el otro, señalándome la blusa que siempre llevo para trabajar.
"No, está muy desgastada y es vieja", dije yo.
Al final, conseguí ponerme una chaqueta blanca, que tapaba mi negro atuendo. 
Cuando les di un beso al irnos, mis varones que se piensan que saben de moda me miraron con cara condescendiente, y me dijeron que me querían.
Y yo a ellos. Con locura.

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