Uno de mis trabajos consiste en recoger y llevar a mis hijos a sus actividades extraescolares, que no son pocas. Ahora uno, ahora el otro, mis hijos suben y bajan del asiento trasero de mi coche cuando llegan o nos vamos de sus lugares de práctica deportiva o artística, o ambas.
Como madre, ser la taxista de mis hijos durante toda la tarde es una de mis actividades preferidas. Es broma. Evidentemente. Habida cuenta que odio conducir, si le sumo la conducción en hora punta, donde me quedo encallada en todos los semáforos; le añado el hecho de que uno mis hijos tiene alguna actividad justo después de cole, en sitios extraordinariamente lejos del colegio, con lo cual es prácticamente imposible llegar a tiempo si no se alinean los astros; y termino en que, a la misma hora, uno debe empezar una actividad en la otra punta del pueblo dónde el otro está acabando la suya, con lo cual debo decidir si el que está a punto de terminar, finalice antes de tiempo, o el que debe empezar llegue tarde, mi vida de mamá taxista es un auténtico suplicio. Aparte de estos pequeños inconvenientes, tengo la inestimable ayuda de mis retoños, que se pasan el viaje de marras peleando entre ellos, discutiendo básicamente quién tiene la razón en los asuntos más triviales del mundo, sólo para demostrar su superioridad para con su hermano.
Durante estos viajes placenteros, pues, la dulce mamá, oséase yo misma, acabo gritando a pleno pulmón, para indicar a mis hijos que no se griten entre ellos. El ejemplo siempre brilla, en la educación que intento impartirles encarecidamente, por supuesto. A esos gritos, les sumo los improperios que lanzo a los pobres conductores de Massachusetts, por ser demasiado educados y ceder el paso a otros coches cuando no es necesario ni obligatorio. Y mi nerviosismo aumenta cuando llego a la actividad de uno de mis churumbeles, y no disminuye hasta que llegamos a casa, sanos y salvos.
El otro día, al aparcar en casa el coche sin poner en peligro su estructura (la de ambos, la del coche y la de la casa), escucho un grito gutural de mi pequeño, que no sabía que ya tenía ese chorro de voz.
- ¡Mamaaaaaaaa! Grita a pleno pulmón, sin saber de quién ha podido coger ejemplo.
- ¡Dimeeeee! Le respondo, nerviosa y pensando en qué tengo en la nevera para cenar.
- ¡No puedo abrir la puerta!
¡Mierda! (Eso lo pienso, o lo digo, sinceramente no lo recuerdo). Salgo del coche, voy a la parte trasera y abro la puerta a mi hijo. La cierro. Le digo que la abra. No puede abrirla. Volvemos a intentar. Nada de nada. Le permito salir del banco de pruebas y me olvido del problema. Hasta el día siguiente.
- ¡Mamaaaaaaaa!
- ¡Dimeeeee!
- ¡No puedo abrir la puerta! ¿Cuándo irás a que la arreglen?
No tengo ni idea. Pero al cabo de un mes en que mi pequeño me inunda mis oídos con sus gritos, decido finalmente encontrar un hueco y me dirijo al servicio Toyota que tengo más cerca de casa. Voy cargada con electrónicos que me permitirán pasar el tiempo, disfrutando también de un café aceptable en la sala de espera, mientras unos simpáticos mecánicos me arreglan la maldita puerta de marras, y deseando que la reparación no sea excesivamente costosa.
Pero la chica que me atiende en la antesala prefiere ver la puerta ella misma. Nos dirigimos a mi coche, ella abre la puerta, tira hacia abajo un botoncito, y cierra la puerta. Yo entro en el coche, escéptica, e intento abrir la puerta. Para mayor asombro, se abre. Me quedo con la boca abierta, no sé si aliviada o con cara de estúpida, y agradezco a la chica su ayuda.
Ella, con cara condescendiente, me aconseja que no deje que mis hijos toquen los botoncitos de las puertas. Mis adorables monstruítos me habían bloqueado la puertecita, aunque nunca descubriré, estoy segura de ello, si lo habían hecho a posta o no.
Me voy de la Toyota sin gastar un céntimo, ésta vez, en la reparación del coche. Contenta y enfadada a la vez. Tengo la sensación de que este sentimiento ambiguo prevalece en los corazones y en la cabeza de todas las madres del mundo.
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