Ayer vino a casa uno de los amigos de mi hijo mayor, para una playdate. Es decir, básicamente la mamá del amigo te lo entrega un par de horas, y transcurrido ese tiempo, la mamá del amigo viene a recogerlo. Con lo cual, intercambio con esa mujer un hola y un gracias cuando llega el niño, y un adiós y gracias cuando se va. Todo muy cordial y con grandes sonrisas.
Durante el tiempo que el niño-amigo está en casa, los niños (propios y extraños), juegan y comen. Ayer se interesaron por el fusball, lo que yo de pequeña llamaba popularmente futbolín. Como les faltaba un jugador, me apunté.
En el equipo blanco, jugaban mi hijo pequeño y el amigo.
En el equipo negro, jugábamos mi hijo mayor y yo.
Empieza el juego y la pelota va rodando entre los jugadores de plástico, mientras nuestras manos intentan dirigir a nuestras piezas. El equipo blanco marca un gol. Pelota en juego otra vez, y nos marcan otro gol. Y a la tercera, marco yo un gol. Me alegro como si hubiera ganado la lotería. ¡Goooooool! Salto de alegría, doy un brinco y canto una canción autodedicada. Pero compruebo acto seguido que las caras de los tres preadolescentes están un poco desencajadas. La cara del amigo me mira atentamente y sorprendido, no sabiendo si debe reír o llorar ante mi exuberante celebración. La cara de mi hijo pequeño mira hacia abajo, en lo más profundo de la moqueta, intentando evitar la visión de una madre demasiado ferviente. Mi hijo mayor, mi aliado en este juego, me dice que me calle y que no salte, intentando que sólo sea yo quién escuche su voz, para que su amigo no se dé cuenta de que me está riñendo.
Hago caso omiso de mi hijo mayor y continuamos el juego. Marco otro gol y lo celebro como el primero. Esta vez mi hijo mayor ya me avisa de que no debo celebrarlo así, pero usa un tono de voz más fuerte.
Ni caso. Vamos jugando y grito en algunas jugadas, lamento los goles del equipo contrario, y celebro efusivamente nuestros goles.
¡Mamá, no se celebra así, no grites tanto! Grita mi hijo, exasperado.
Al final, ganamos la partida e intento que mi hijo mayor y yo saltemos a la vez y nos toquemos con la barriga. Él baja la cabeza, y se tapa la cara con una mano. Sé lo que piensa, ¿de dónde habré sacado yo una madre tan efusiva?
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