Navidad. Cenas de empresa, comidas con famílias propias y de compañeros... todos bien arregladitos para disfrutar sin las presiones del trabajo.
Mis hijos incluso se han vestido (obligados bajo amenaza de quedarse un buen rato sin sus malditos aparatos electrónicos) sin sus camisetas y pantalones deportivos. Usan una camiseta que nos han hecho creer a pies juntillas que no es para nada deportiva, y unos tejanos, que son sus pantalones para las ocasiones más formales (¡ay, cuando pienso en mi infancia repleta de cuellos bordados, vestiditos de colores pálidos y un lazo en la cintura! Quizá por este motivo les permito su uso inadecuado de la definición de ropa de vestir). Las deportivas, pero, continúan envolviendo sus pies cada vez más enormes y de olor dudoso.
En una de estas fiestas navideñas, arreglados para la ocasión, puedo observar que los más pequeños, niños y niñas entre uno y diez años, van ataviados con ropa de color rojo. Quedo embelesada observando a dos hermanitas, las dos con un vestido parecido, de color rojo pasión, con una falda holgada ceñida a la cintura y que les llega hasta las rodillas. Una medias blancas y unos zapatitos, los de la mayor de color negro, y los de la pequeña de color rojo. En la cabeza, unos lazos demasiado enormes ciñen una cola apretada. Están preciosas. Parecen adornos navideños, o quizá pequeñas hadas que se han colado en la fiesta, o unas muñequitas preciosas que son la envidia de las Barbies de antaño.
Me paso un buen rato observando cómo se desenvuelven risueñas en el salón dónde compartimos un brunch sabroso aunque para nada saludable, cargado de bacon demasiado cocinado. Observo cómo las dos hermanitas, o adornos, o hadas, o muñecas se interesan por la magia basada en ciencia que un muchachote mal preparado intenta contarnos detrás de una mesa con demasiados erlenmeyers y poca técnica. También les dirijo una mirada cuando Santa Claus aparece de improviso, y, sentado en su trono especial, va llamando a todos y cada uno de los niños de la fiesta, para entregarles un regalo envuelto de misterio, mientras los papás orgullosos les tiran cincuenta fotografías con cara de sonrisa perfectamente preparada, o con cara de susto al escuchar cómo un señor viejo y canoso de barba blanca y larga les llama por su nombre.
Mis hijos, ya mayores, y seguros de una seguridad que descubrirán que no es para nada segura, ya no van a recibir el regalo de Santa, y miran a los pequeñuelos con condescendencia. Y yo continuó con mi tarea de observación, mirando con amor extremo a mis retoños que ya no lo son, y embelesándome con todos las niñas y niños que van vestidos de rojo que te quiero rojo, para celebrar unas Navidades llenas de color.
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