Me encanta observar a la gente cuando estoy sentada en el autobús o en el metro. Y gracias a los teléfonos móviles que nos emperramos en mantener permanentemente en nuestro campo de visión, puedo asegurar que nadie se siente amenazado por el hecho de que yo lo analice visualmente.
Me gusta comprobar que todos más o menos tenemos cara de dormidos a primera hora de la mañana, y de cansados por la tarde, después de la jornada laboral. Me gusta observar la cara de tontos que nos queda a la mayoría cuando observamos a un bebé de pocos meses acurrucado en su cochecito y vigilado de cerca por su orgullosa mamá. Y las caras de bobalicones de una pareja con más de cuarenta por barba, besuqueándose y totalmente ajenos a las miradas de sus vecinos de transporte. Y a la señora mayor que me mira bondadosa, mientras yo le devuelvo una mirada tímida y aparto la vista. Y a esa chica que no para de dibujar bocetos en su cuaderno y que se baja en la parada del College of Arts de Boston. Y la de aquellos dos amigos que se cuentan sus logros en el trabajo, ansiosos por hacerlo bien.
Me gusta observar a la gente. Siempre me ha gustado. Soy una mirada indiscreta que se cierra cuando me atrapan in fraganti.
Considero que los metros de las grandes ciudades cosmopolitas son un centro de diversidad cultural extraordinaria, y me gusta entrometerme por unos segundos en los gestos de mis compañeros momentáneos de trayecto.
Estos días, he llegado a una conclusión:
la tecnología nos une, y la ropa y los accesorios nos define nuestras diferencias culturales. Me explico. La gente toma el autobús o el metro enfundados en unos auriculares Bose, o Sony, y mirando la pantalla de su Apple, o Huawei sin parar. Da igual si su tez es blanca, o rosada, o marrón. Da igual si son mayores, o jóvenes. Todos usamos los mismos artilugios electrónicos que nos evaden de la realidad y nos transportan a unas canciones o a unas vistas más placenteras. Pero si observamos la ropa, podremos comprobar que ésta define mucho más una nacionalidad, sea heredada o no. Por ejemplo, los indios usan colores vistosos y joyas doradas; las mujeres chinas usan pamelas con frecuencia, para protegerse de la luz solar nociva, y prendas de ganchillo, sean armillas o la bajera de los pantalones. Los europeos del este son sobrios y gastan colores grises. Los norteamericanos tienden a usar ropa extremadamente cómoda sin importar que la selección de la parte de abajo y de arriba concuerde visualmente.
Me gusta este mezcla homogenia, o esta heterogeneidad simplificada.
Me gusta observar a las personas. Me gusta encontrar diferencias. Y similitudes.
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