Pasear por Provincetown, el famoso pueblecito del extremo superior de Cape Cod, es pasear por calles de verano multicolores, de sabor a mar y a marisco, de alegría y de tranquilidad. Me encanta entretenerme en las pequeñas tiendecitas de la Comercial St; entrar en las diminutas galerías de arte, donde fotógráfos y pintores nos muestran sus obras más preciadas; sonreirme a mi misma leyendo las frases que hay impresas en las camisetas del verano y que impregnan los escaparates de las tiendas de recuerdos del pueblo; comer un helado aunque mi barriga aún este llena del lobster que me acabo de zampar.
Provincetown es alegría y comprensión, un lugar dónde todos cabemos y todos nos sentimos contentos.
Por primera vez desde que vivimos en Massachusetts, en Provincetown alquilamos unas bicicletas para dar un paseo por los caminos habilitadas en la parte superior del pueblo. Le comenté a la chica que nos las alquilaba que yo era muy patosa, con lo cual me recomendó fervientemente el uso de un casco que yo acepté sin rechistar. Y empezamos a pedalear. Y a pedalear. Por carretera un trozo, y después ya por caminos asfaltados, que te llevaban hacia una ruta donde podías descubrir playas para relajarte, algún lago pequeño repleto de nenúfares, y unas dunas que se volcaban al son del viento. Y venga a pedalear, y a pedalear. Subidas que para mi eran empinadas, bajadas que para mi eran peligrosas, y disfrutando de la compañía y del entorno. Pero sin demasiada velocidad. Escuché muchísimas veces "On your left!", donde los ciclistas que me adelantaban me decían que yo no hiciese ningún movimiento brusco, puesto que en esos momentos, ellos, rápidos y ligeros, me sobrepasaban en ganas, ánimos y agilidad.
Y sucedió lo que tenía que suceder. Al cabo de dos horas, mi cuerpo me dijo que hasta aquí habíamos llegado y que no pensaba pedalear en otra cuesta arriba. Así que con mi cerebro mandándome, bajé de la bicicleta al empezar una cuesta, y empecé a caminar, acarreando mi vehículo de dos ruedas. Mis ánimos no eran los mejores, y debo decir que mi lentitud y mi cansancio iban en aumento y mi lengua cada vez estaba más larga, fuera de la boca.
Al cabo de unos minutos, en que la gente que se cruzaba conmigo me daba ánimos:
"Dentro de poco tienes una bajada muy bonita"
"Ya falta poco"
"Good job!"
veo a una viejecita entrañable. De unos ochenta o noventa años. Pelo blanco nuclear, cara arrugada, camiseta multicolor, escondiendo un cuerpo más que ostentoso. Pobrecita, pensé yo.
¿Pobrecita?
Al pasar por mi lado, la viejecita dulce me dice, alto y claro:
"¡Así es como estoy yo en todas las subidas!"
Y se aleja pedaleando como quien no quiere la cosa. Yo me quedé plantada en aquel rincón del mundo, intentando acabar una cuesta concienzuda, e intentando entender porqué una viejecita que ya no era entrañable para nada, me había comparado con ella.
¿Aparentaré noventa?
Provincetown es alegría y comprensión, un lugar dónde todos cabemos y todos nos sentimos contentos.
Por primera vez desde que vivimos en Massachusetts, en Provincetown alquilamos unas bicicletas para dar un paseo por los caminos habilitadas en la parte superior del pueblo. Le comenté a la chica que nos las alquilaba que yo era muy patosa, con lo cual me recomendó fervientemente el uso de un casco que yo acepté sin rechistar. Y empezamos a pedalear. Y a pedalear. Por carretera un trozo, y después ya por caminos asfaltados, que te llevaban hacia una ruta donde podías descubrir playas para relajarte, algún lago pequeño repleto de nenúfares, y unas dunas que se volcaban al son del viento. Y venga a pedalear, y a pedalear. Subidas que para mi eran empinadas, bajadas que para mi eran peligrosas, y disfrutando de la compañía y del entorno. Pero sin demasiada velocidad. Escuché muchísimas veces "On your left!", donde los ciclistas que me adelantaban me decían que yo no hiciese ningún movimiento brusco, puesto que en esos momentos, ellos, rápidos y ligeros, me sobrepasaban en ganas, ánimos y agilidad.
Y sucedió lo que tenía que suceder. Al cabo de dos horas, mi cuerpo me dijo que hasta aquí habíamos llegado y que no pensaba pedalear en otra cuesta arriba. Así que con mi cerebro mandándome, bajé de la bicicleta al empezar una cuesta, y empecé a caminar, acarreando mi vehículo de dos ruedas. Mis ánimos no eran los mejores, y debo decir que mi lentitud y mi cansancio iban en aumento y mi lengua cada vez estaba más larga, fuera de la boca.
Al cabo de unos minutos, en que la gente que se cruzaba conmigo me daba ánimos:
"Dentro de poco tienes una bajada muy bonita"
"Ya falta poco"
"Good job!"
veo a una viejecita entrañable. De unos ochenta o noventa años. Pelo blanco nuclear, cara arrugada, camiseta multicolor, escondiendo un cuerpo más que ostentoso. Pobrecita, pensé yo.
¿Pobrecita?
Al pasar por mi lado, la viejecita dulce me dice, alto y claro:
"¡Así es como estoy yo en todas las subidas!"
Y se aleja pedaleando como quien no quiere la cosa. Yo me quedé plantada en aquel rincón del mundo, intentando acabar una cuesta concienzuda, e intentando entender porqué una viejecita que ya no era entrañable para nada, me había comparado con ella.
¿Aparentaré noventa?
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