Si hay dos cosas que me tocaron el alma y el cuerpo el día de nuestra visita al parque natural Death Valley en Arizona, fueron el calor extremo y la singularidad del paisaje.
Rebasamos los 118ºFahrenheit, y ahí es nada. Bueno, cabe decir que visitando este parque en pleno agosto, tampoco teníamos muchas esperanzas de que la climatología fuese templada, eso es verdad. Me pasé el día pidiendo a los dioses en los que no creo que el aire acondicionado del coche no se estropeara, y que el motor no se parase, deshidratado y acalorado, enmedio de algunos de los caminos desiertos por los que cruzábamos. Me negué a salir del coche en algunos puntos calificados de interés, puesto que tenía miedo de que mis lentes de contacto se me derritiesen. Pero salí del coche en tres ocasiones y lo que contemplé, me dejó, otra vez, patidifusa.
Con el calor dándote la bienvenida, la primera intención es meterte rápidamente en el coche. Pero cuando llegas al punto de observación, lo que quieres es alargar el momento de contemplación de un paisaje inhóspito, deshabitado... pero maravilloso, de belleza única. La vegetación es inexistente, y las aguas que en un tiempo existieron dejaron abandonadas todas las sales antes de evaporarse. Y es precisamente la sal, la que conforma este espectáculo sin igual, encima de unas rocas milenarias. El paisaje es extrañamente blanco, tapando la tierra rojiza que lo acoge. Un blanco nuclear que va más allá del horizonte y que puedes contemplar desde un observatorio en las alturas, o pisándolo firmemente. Un valle de fondo blanco que intenta hacerte creer que estás en la luna, pero no en la luna de Valencia, sino en la luna sideral. La sensación de sofoco por el calor extremo te hace plantear si realmente necesitas casco de astronauta, y porqué no, todo su equipo, para caminar por este paraje que se ha convertido en sensación turística pero por el que nadie daba ni medio céntimo cien años atrás. Piso el suelo blanco con delicadeza, no sea que la fragilidad que se le intuye sea real, y en mitad del camino, abandono de golpe a mi marido, que continúa su exploración fotográfica unos metros más allá. Me meto en el coche donde mis niños me esperan sin demasiada ilusión, y agradezco un aire acondicionado que no se ha estropeado gracias a dios. Y dentro del coche vuelvo a observar una naturaleza muerta que me conmueve por su falsa fragilidad, por haber echado de sus fauces a cualquier atisbo de vida, animal o vegetal, y que se erige orgullosa de ser única y especial.
Mi marido entra en el coche y agradece el aire acondicionado, pero su cara de satisfacción por haber sido testigo de otra maravilla de la naturaleza no tiene precio. Enciende el coche. Si. Funciona. Día perfecto. Otro más.
Dato útil:
no vayas a Death Valley sin como mínimo dos litros de agua para no deshidratarte. Sombrero y gafas de sol altamente recomendables, si no obligatorias.
Dato curioso:
tomamos una foto del suelo. En la foto, fantástica, aparecían gotas de agua sobre el suelo seco. En realidad, eran gotas secas y evaporadas, pero con el efecto visual parecían húmedas y frescas como gotas de rocío con el día a estrenar.
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