Al regresar a Massachusetts después de nuestras vacaciones estivales, los árboles que rodean nuestro vecindario irradiaban un verde intenso. Las hojas, frondosas, aleteaban al ritmo del viento y dejaban pasar los rayos del sol que iluminaban nuestras caras y nuestros corazones.
A mediados de septiembre, la madre naturaleza nos regaló un destello de calidez en forma de hojas de todos los colores, desde el verde al morado, pasando por el amarillo, el naranja y el rojo intenso. Estos días, pude contemplar asombrada los cambios en los árboles, y las tonalidades eran realmente magníficas y dignas de ver. Parecía como si la naturaleza quisiera competir, arrogante, con la exposición de cuadros más importante del mundo. Y conseguía que todos nos fijáramos en ella.
Después de unos días contemplando esta obra, empezaron a caer las hojas de los árboles. Sin prisa, lentamente, como si estuvieran danzando un vals. Derecha, izquierda, arriba, abajo... El príncipe, encarnado por el viento, mecía a las princesas hojas, que, coquetas, se dejaban llevar hasta llegar al suelo, donde reposaban unas en compañía de las otras. Y así, sin prisa pero sin pausa, pronto se formó una manta de hojas de colores a cada cual más impresionante en el suelo que estamos acostumbrados cada día a pisar.
Cada día, yendo o viniendo de la escuela, mis hijos pisaban las hojas, jugando con ellas, recogiendo algunas, sumergiéndose en su frondosidad o cogiendo tantas como puedan abarcar para tirarlas por encima de sus cabezas (o de mi espalda) al cabo de un segundo.
Y con el paso de los días, las hojas que yacen en el suelo van cambiando su forma y su textura. Y con estos cambios, escuchamos unos ruidos muy distintos cuando caminamos y pisamos las hojas que encontramos por el camino.
FLUSHHH FLUSHHH FLUSHHH
Este es el primer ruidito que escuché cuando mis hijos, encantados, se metían en los montones de hojas esparcidas por la calle y las chutaban para que las pobrecitas se levantaran e hicieran graciosas piruetas para acabar otra vez por el suelo. Mis niños encantados de poder jugar con las hojas. Algunas veces (muchas menos veces que con el chute), los niños querían observarlas de cerca. Cogían delicadamente alguna hoja del suelo y contemplaban su forma y sus colores, que en la época de este ruido eran magníficos tonos de rojo y sus variaciones. Incluso nos atrevimos a coger unas cuantas para que nos sirvieran de puntos de libro. Reconozco que desde hace semanas están sepultadas bajo libros pesados, envueltas en papel de periódico, para secarse y tener unos puntos chulos. Secas, lo que se dice secas, están.
CROC CROC CROC
Al cabo de unos días, el hecho de estar en el suelo cambió a las hojas totalmente, en textura y en color. Y como no, en ruido. Las hojas, secas, crujían bajo nuestros pies y se rompían. Y de esta forma las hojas rotas compusieron un mosaico entre marrón y anaranjado que cubrió el suelo por donde pisamos. Si, las pobres hojas perdieron pronto su esplendor, dejaron de brillar y su coloración se fue apagando. Además, nuestras pisadas junto con las de nuestros vecinos hicieron estragos y era difícil vislumbrar una hoja que mantuviera toda su forma original.
XOP XOP XOP
Y llovió. Noche y día. Y lo que había sido bonitas hojas en una vida anterior, se mezcló con el agua de la lluvia. Y los niños, entretenidos, pisaban con sus botas de agua a unas ya maltrechas hojas que si pudieran hablar nos dirían "¡por favor, dejadnos descansar tranquilas!". La lluvia devolvió parte del brillo en las hojas, las gotas que reposaban en ellas les devolvieron un poco del ánimo perdido en días anteriores. Pero yo como mamá sufría al comprobar lo fácil que era caer de bruces por el suelo, con estas hojas mojadas esparcidas por doquier.
BRRRRMMMMM BRRRRRMMMMM
Y llegaron los vecinos y los jardineros con máquinas quitahojas. Máquinas que desprenden aire y retiran las hojas hacia un lado donde el vecino, o el jardinero, las recoge y llena camiones que rebosan hojas hasta la cima.
Así pues, nos despedimos de montones de hojas. Adiós, adiós, se van las hojas que han decorado los árboles del vecindario durante los meses de primavera y verano. Otras muchas que arrogantes aguantaron en los árboles más tiempo que sus hermanas pronto seguirán la misma ruta incierta.
Y con el despido de las hojas, damos la bienvenida al frío y, supongo, que a la nieve.
Si, Massachusetts se cubre con un sinfín de mantos, a cada cual más especial.
Me encanta el colorido del otoño y me ha encantado cómo lo relatas. Un beso!
ResponderEliminarMe encanta el colorido del otoño y me ha encantado cómo lo relatas. Un beso!
ResponderEliminarLos colores del otoño son mis favoritos. A mi me encanta que te haya encantado mi "relato".
EliminarAbrazo fuerte!
Me encanta! y me da mucha envidia tu otoño! tu invierno, no tanto, que soy friolera :P
ResponderEliminarUn abrazo!
Jajajaaaaaa! A mi me da envidia tu año;)
EliminarUn abrazo!