Voy tarde. Me he levantado demasiado tarde, y estoy corriendo para vestirme, arreglarme y salir como un cohete hacia el trabajo. Bien abrigada, abro la puerta de casa para contemplar cómo el día está amaneciendo y ¡Oh, sorpresa! Todo mi entorno cubierto de nieve. La lluvia del día anterior había asesinado a Billy, nuestro muñeco de nieve, que se había derretido sin hacer ruido. Me fuí a la cama con el paisaje verde otra vez, pero hoy.... vuelve a estar ¡Blanco blanquísimo! Si, si, lo sé, es precioso, pero cuando te levantas soñolienta y con prisas, y observas tu coche recubierto de un palmo de nieve, todo el candor de la nieve desaparece y aparece en tu ser un malhumor creciente que no mejora mientras vas dando paladas para que tu coche, el utilitario que debe llevarte al trabajo, aparezca entre la alfombra de blanco nuclear que lo cubre. Si, si, mis padres están encantados cuando les muestro mi paisaje bendito, pero si lo que tienes es prisa, mejor no sacar el tema de las palada
En mi infancia, las luciérnagas que recuerdo estaban en un cuento ilustrado por Constanza. Una niña conduciendo (ahora la habrían detenido), tenía un accidente y su coche impactaba contra un árbol (ahora dirían que es sexista (y seguramente tendrían razón)). Con el impacto, las luces del coche quedaban hechas añicos, y la pobre niña lloraba, puesto que se había quedado a oscuras en mitad de un bosque (en los cuentos actuales, seguramente un zombi se la comería, pero por aquél entonces esos seres maravillosos que copan los libros políticamente correctos de mis hijos aún no existían). En cambio, quienes sí aparecían eran una pequeñas luciérnagas que, voluntariamente, se ponían dentro de las luces y le permitían llegar a casa sana y salva (ahora diríamos que eso es violencia animal). En mi juventud pude contemplar luciérnagas reales, pero no en muchas ocasiones. Recuerdo que las últimas las vi en Harlem, mientras regresábamos de un espectacular concierto. Ahora, lo que puedo contempl